30/7/11

El lindo don Diego

Con la de asesores que allanan el camino a los políticos, parece mentira que ninguno le eche un rato a la hemeroteca. O esa es la sensación que da, porque, si no, ¿cómo se explica que asistamos -día sí, día también- a un catálogo de contradicciones, desmentidos y rectificaciones, y que nadie le saque provecho?
¿Cuántas veces hemos oído al mismo interlocutor decir lo uno y su contrario? Quien ayer aseguró que haría, hoy se hace el olvidadizo, y quien antes negó tres veces ahora cede a la primera. Donde dijo digo, dice diego con la bendición de sus incondicionales y la -incomprensible- absolución de sus enemigos. Si yo me moviese en ese lado de la frontera, no defendería más estrategia que la de airear incongruencias. Claro que, para actuar legítimamente, tendría que buscarme un jefe que pudiera tirar la primera piedra. Misión imposible.
En el s. XVII, Agustín Moreto definió a Diego (por boca de Mosquito, en El lindo don Diego): “En el discurso parece ateísta y lo colijo de que, según él discurre, no espera el día del juicio. A dos palabras que hable le entenderás todo el hilo del talento, que él es necio pero muy bien entendido.”
Pues sí, estamos rodeados de diegos. Lo peor es que ellos lo saben -aunque no lo reconozcan- y se aprovechan de ello: de que nadie les escucha. Ni los suyos, ni los otros.

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