10/7/11

Los políticos y la anosmia

Como regla general, las capacidades, las virtudes y las cualidades de los individuos (e incluso de los grupos humanos) no se valoran hasta que desaparecen, hasta que la realidad deja de parecerse a su recuerdo. Ocurre con la vista, con el oído o con la resistencia física -cuyo deterioro es evidente-, pero no con el olfato. La anosmia, la pérdida de la habilidad olfativa, sólo se reconoce cuando se supera.
Un día, alguien te advierte: “-Huele a gas” y tú le miras con cara de “-Pues yo no he sido”, porque no tienes ni idea de qué te está hablando; o alucinas cuando a tu acompañante se le trasmuta el rictus embriagado por el presunto aroma a dama de noche que tú sólo aciertas -y vagamente- a recordar. Pero, aún así, no llega a ser un problema, porque la nariz -a diferencia de los ojos o los oídos- parece no trabajar a jornada completa y, además, con un rol de fuente de información subsidiaria (o, cuando menos, complementaria) que le condena a la triste y humilde prescindibilidad. Sólo cuando la anosmia se reduce a un síntoma tachado en un historial médico, los aromas (cotidianos y exóticos, dulces y acres, fragantes y pútridos, frescos y añejos) recuperan su protagonismo y se incorporan al álbum de los sentidos; como aquella fotografía que -amarilla- aparece entre las páginas de un libro, para rescatar de la memoria el sabor de la sal, el olor del alcanfor y los ecos apagados de una pista de baile.
La anosmia es un mal que afecta frecuentemente a los políticos (casi siempre, a los más veteranos) del gobierno o de la oposición. Esta pérdida de olfato les conduce, una y otra vez, a recaer en los mismos errores y desencuentros frente al colectivo al que creen representar. Tampoco en esta variante, la anosmia es detectada por el paciente hasta que el redescubrimiento del olor anuncia el final del problema. Hasta que eso ocurre, gobernantes y aspirantes se mantienen indiferentes al hedor que a menudo les acompaña.
Cuando lo huelen, siempre es demasiado tarde.

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